Editorial Shangrila, 2015
Cuando el primer hombre se durmió, el cine ya estaba allí. También cuando la primera mujer cerró los ojos. Colgado de ese medio globo terráqueo que es un párpado, sumergido en la cámara oscura del que sueña, giraba un taumatropos de cuerdas inasibles y un disco de madera con dos caras. En el anverso, un pájaro libre; en el reverso, una jaula. La mano de los sueños hizo girar el disco y enlazó el pájaro a la jaula: montó dos caras en una, enhebró sin soltar para hacer raccord, proyectó su milagro giratorio en la pupila vuelta sábana. (Jean Epstein era el ruido del mar, los soñantes pegaban la caracola a sus orejas y escuchaban un viento que decía: “el derecho valdrá por el revés y también a la inversa, las dos caras viven al moverse y no pueden moverse separadas”). El pájaro y la jaula son un jeroglífico, el resultado de una lectura de ideogramas. Es la lengua del cine la que habla con su potencia eléctrica, su bengala tremenda de abstracción y metáfora que anima lo animal en el hiato y el límite, el magma incalculable de su metamorfosis parida por el cálculo de un bastón de ciego. Érik Bullot hace filmes mudos sonoros, en los que somos sordos y vemos el sonido y se desata la lluvia de la glosolalia, sin otro exorcismo que la fascinación por la palabra como si fuera una nube o un rabo o una piedra, por la imagen como si fuera un trazo, una caligrafía universal que refunda la torre de Babel. Bullot escribe como filma y presenta las películas con un número vivo extraordinario: salta de la prehistoria del cine a la era digital, con el cine en los brazos como un cuerpo que vuelve, el del ahogado y el fantasma, el del espectro cuyo auténtico oficio es asediar. El cine es el resucitado de todas las épocas, es una invención post-mortem: nace cuando se sella su acta de defunción para volver con las armas de su infancia, la gracia persistente de tocar (el cine es un viejo carpintero y un atleta del morphing).
En esta selección de ensayos, Érik Bullot decodifica la gramática visual de Buster Keaton y su prolongación en el cine experimental de Michael Snow; explora el álgebra fulgurante de Kenneth Anger y Stan Brakhage, los pliegues delicados del cine de Naomi Kawase y la textura onírica de las películas de Adolfo Arrieta, el idioma del exilio en Raúl Ruiz; sigue las pistas de la lógica indiciaria y el camuflaje total, la trama que define la historia del montaje, el vínculo subterráneo del cine con el libro, la supervivencia del relato entrelazado con la invención formal. La última palabra no está dicha, las primeras retornan como reliquias de un naufragio, se pierden las del medio como cristales rotos, con el cristal se hace un espejo y un tajo. El don de lenguas y la piedra en la boca: el cine, para Bullot, como un laboratorio de formidables tartamudos.